Tratamiento farmacológico de la enfermedad de Parkinson
Año: 2023
- Número: 1
La enfermedad de Parkinson (EP) es un proceso neurodegenerativo crónico, progresivo y multisistémico, provocado por la pérdida o degeneración de neuronas dopaminérgicas.
Su principal factor de riesgo es la edad, pero también pueden influir factores genéticos y ambientales.
Se caracteriza por los síntomas motores (bradicinesia, temblor en reposo, rigidez e inestabilidad postural) y otros síntomas no motores (trastornos sensoriales, emocionales, cognitivos y autonómicos).
Evoluciona con diferentes estadios y su presentación clínica es variable.
El diagnóstico se basa en criterios clínicos y no hay pruebas diagnósticas complementarias de utilidad para orientarlo o confirmarlo.
El tratamiento es sintomático y no existen terapias curativas, modificadoras de la enfermedad o neuroprotectoras. Debe abordarse de forma multidisciplinar, individualizada y consensuada con el paciente; incluyendo terapia farmacológica, medidas complementarias y –en su caso- tratamientos invasivos.
El tratamiento antiparkinsoniano debe iniciarse cuando los síntomas interfieren en la vida del paciente y establecerse individualizadamente.
La terapia dopaminérgica (levodopa, agonistas dopaminérgicos, IMAO-B, inhibidores de la COMT) es la base del tratamiento de los síntomas motores. También se utilizan otros fármacos (anticolinérgicos, amantadina), generalmente como complemento a los anteriores.
Al avanzar la EP en pacientes tratados con terapia dopaminérgica suelen desarrollarse complicaciones motoras que empeoran al progresar la enfermedad y requieren ajustes y cambios del tratamiento; y en algunos casos, terapias de segunda línea.
En la mayoría de los síntomas no motores, antes del tratamiento específico (si existe), se recomienda descartar otras posibles causas y optimizar el tratamiento antiparkinsoniano.
Las medidas complementarias y el seguimiento del paciente, pueden ayudar a optimizar los resultados del tratamiento y mejorar la calidad de vida de los pacientes.
Parkinson’s disease (PD) is a chronic, progressive and multisystemic neurodegenerative condition, caused by the loss or degeneration of dopaminergic neurons.
Age is the main risk factor, although other genetic and environmental factors may also have a role.
The disease is typically characterised by motor features (bradykinesia, rest tremor, rigidity and postural instability) and non-motor manifestations (sensory, emotional, cognitive and autonomic dysfunctions).
PD progresses to different stages and the clinical presentation of the disease is variable.
Diagnosis is based on clinical criteria and there are no complementary diagnostic tests to help guide or confirm clinical diagnosis.
PD treatment is symptomatic and currently there is no curative, neuroprotective or disease-modifying therapy. Management requires a multidisciplinary team approach and should be individually tailored and agreed with the patient. This includes pharmacological therapy, complementary measures and, where appropriate, invasive treatments.
Antiparkinsonian treatment should be started once symptoms interfere with the patient’s daily activities and should be individually tailored.
Dopaminergic therapy (levodopa, dopaminergic agonists, MAO-B inhibitors, COMT inhibitors) is the mainstay of treatment for motor symptoms. Other pharmacological agents (anticholinergic agents, amantadine) are also used, generally as adjuvant therapy to the latter.
As PD progresses in patients undergoing dopaminergic therapy (particularly levodopa), motor complications often develop and worsen with disease progression, thus, requiring treatment adjustments and changes, and in some cases, second-line therapies.
In most cases, before implementing specific treatment for nonmotor symptoms (if any), the recommendations are to discard other potential causes and to optimise antiparkinsonism treatment.
Complementary measures and regular follow-up of the patient can help optimise treatment outcomes and improve the quality of life of patients.